martes, 5 de noviembre de 2013

Cuando Trotski conoció la Doble Visera

El Rojo y León, un solo corazón

Por Germán "Gerbo" Feld

Las noticias de nuestros tiempos pueden correr tranquilamente en una tribuna, y más si hablamos de Argentina y sus tantas y tantas víctimas del hormigón que derramaron su sangre en los tablones. Más allá de eso, las tablas a partir de un momento fueron de cemento y se dejaron de mover tanto como sus antepasados de madera, que a veces, trajeron dolores de cabeza a las autoridades de seguridad en eventos deportivos (mejor, llamemoslas de inseguridad).

El año 1928 trajo un nuevo presidente a la Casa Rosada, viejo conocido del pueblo era Hipólito Yrigoyen en aquel entonces cuando se calzó la banda presidencial y, en malas condiciones de salud, decidió emprender el último mandato antes del golpe de estado del `30.
Pero un tiempo antes de que este viejo tigre radical empezara su segundo gobierno, en Avellaneda un nuevo estadio afloraba y deslumbraba a propios y extraños: El Club Atlético Independiente, el 4 de marzo, inauguró el estadio apodado como la “Doble Visera”, primera cancha de cemento de América Latina. Las puertas se abrieron para que los espectadores vean el encuentro que igualaría el rojo en dos tantos contra el Peñarol uruguayo, sin embargo es anecdótico el resultado si nos ponemos a ver con atención las relucientes gradas de la flamante cancha, ya que encontraremos a un personaje absolutamente ajeno a nuestra historia que había marcado un antes y un después en la historia universal.

León Trotski decidió emprender, en el año mencionado anteriormente, un viaje a América latina, más específicamente al sur y de mochilero, como se conoce actualmente, ya que en su momento más que una mochila, León se llevó un flete. Muy apasionado por el fútbol él, ya que en su infancia solía ser wing derecho en los torneos regionales que organizaba el partido bolchevique en su pueblo de origen, Yanovka, no dudó ni un segundo en pasarse por Buenos Aires y Montevideo, las cunas del fútbol rioplatense. ¡Y qué sorpresa se llevó el León Soviético!, justo dio a parar aquel día de marzo en Avellaneda, claro, influenciado por las referencias socialistas que le habían dado sobre ese club.

El calorcito de esos días le molestaba un poco al hombre acostumbrado al frio polar y asesino de la Unión Soviética, entonces se clavó una musculosa roja de extraña inscripción, los que lo vieron alcanzaron a leer la sigla “CCCP”, algo desconocido en la Buenos Aires agro exportadora de aquel entonces, que semilla por semilla comenzaba a salir a la luz. A pesar de las temperaturas, León optó por el pantalón que había usado en 1917 para la Revolución Rusa y por unos mocasines que tenían una hebilla con la inscripción alegórica y acorde a la circunstancia que decía “zarista, puto y cagón”.

Se tomó el 24 en el barrio porteño de Villa Creplaj, lugar donde se estaba hospedando, y en una hora, como un incógnito, estaba en la puerta del nuevo estadio. Entró y subió los escalones de la popular rápidamente para ubicarse a un costado de la tribuna, no el mejor lugar para ver el partido, sino, el mejor sector para observar a la gente. ¡Si habrá sido un loco de la revolución este León!

Ningún medio de aquel entonces pudo documentar este histórico acontecimiento, sin embargo fuentes anónimas, debido a que en ese momento la Liga Zarista Argentina, compuesta por zares exiliados en Buenos Aires que perseguían a cualquiera que pudiera tener afinidad con la revolución bolchevique, notaron que antes del partido pudieron ver a Trotski analizando las circunstancias objetivas para ver cómo se llenaba la cancha, las subjetivas, donde este gran revolucionario pensaba en ver armados a los aficionados, las dejó de lado ya que antes de entrar, en el primer cacheo, le incautaron un fusil Dragunov de francotirador que había usado de entrenamiento en Petrogrado.

Cuando hubo comenzado el match, León permaneció callado, sin mediar palabra con nadie ni gritar en los goles de independiente. Observaba cómo un toro las flameantes banderas rojas del club agitarse de lado a lado, al parecer ese color lo encandilaba y le despertaba una llama muy adentro suyo.

En el entretiempo, León bajó las escaleras para ir al baño y luego dirigirse a un puestito de comidas, del cual se fue muy indignado al ver cómo la irrupción del capitalismo imperialista había hecho estragos en los gustos populares. Por la gran cantidad de gente que había, no volvió a subir las escaleras y se pegó al alambrado, pero de espaldas al verde césped.
Los que estuvieron cerca de él en el segundo tiempo, advirtieron cómo se le piantó un lagrimón cuando la barra brava de Independiente, comandada por el “Baby” Alvarez padre, entonó la marcha radical bajo la letra de: “Viva el Club Independiente, el orgullo nacional”.


 Trotski no entendía castellano y mucho menos la locura de esos muchachos, pero es imposible no pensar que en su cabeza, cuando en el mismísimo momento que la hinchaba deliraba en el tablón, la internacional socialista hubiera soñado en su mente a todo volumen y una ola de banderas rojas recorría las calles de Moscú vivando la revolución. En ese momento no le importaron los dolores que pasó en la Unión Soviética ni la tristeza de los compañeros caídos, solísimo en un mar de gente, el tenía un cuento impreso en su retina esa tarde de sol en Avellaneda.