martes, 22 de febrero de 2011

¡Viva la caballerosidad!




Por: Germán Gerbo

Una persona un poco idónea en la materia sabe que es de público conocimiento que los jugadores habilidosos, aquellos que hacen de nuestros domingos un carnaval de tacos y caños, a veces son maltratados por el rival en intentos de recuperar la posesión de la pelota. Generalmente al chocar el creador contra el destructor, este primero termina desparramado en el suelo, indignado de una forma teatral con el colegiado, exigiendo justicia, esa justicia que le es esquiva, que cuando debería ser no lo es y viceversa. Por otro lado tenemos a aquel que implementa todas sus mañas para quitar, donde aunque usted no lo crea le sucede lo mismo que a su colega, irritación ante la injusticia y una ejemplar
clase de escabullimiento cuando esta le es favorable.

Pero usted que está del otro lado, atónito, ya conocedor sobre estas jugarretas, se preguntara ¿Para que este muchacho nos cuenta todo esto?, no desespere lector, ya se enterara, ahora vamos a hacer un flashback.
Se jugó un partido picante en floresta, en el cual se destaco por sobre todos los enfrentamientos el de los jugadores Hugo Barrientos y Giovanni Moreno, quien termino con una lesión en los ligamentos cruzados. En torno a esto surgieron amenazas hacia los hijos del jugador de all boys y un pedido explicito de los hinchas racinguistas de por así decirlo “arresto domiciliario” para con este “criminal”, sin ningún tipo de razonamiento.

Ahora pensemos, ¿que pretendemos que hagan los cincos del futbol argentino?, ¿ser todos exquisitos a la hora del roce como un caballero blanco que acaricia el cabello de su lady luego de ser rescatado?, propongo la emular la situación que pretende ver el fanático hoy en día sobre el verde césped:

Partido sin sobresaltos entre dos equipos de mitad de tabla, luego de un rechazo por parte de un defensor se produce una pelota dividida la cual es capitalizada sin la total claridad por el diez del equipo rojo (llamemoslo así) pero lo hace ante la envidiosa vista del cinco del equipo azul, que no puede tener su esférico, por lo tanto se le genera un vacio sentimental interno, ante tamaña pobreza de utilería para realizar lo suyo las lagrimas no tardan en salir, los ojos se enrojecen, sus sentimientos consumen hasta el más pequeño rincón de su cabeza, psicológicamente no está intacto y al ver pasar al diez desparramando toda su belleza junto a ese chiche plástico de fulgurantes colores, con toda una furia que lo envuelve, en estado de shock ante semejante desabastecimiento y con total inocencia e instinto apenas estira su pierna dejándola en forma de pendiente a cuarenta y cinco grados y como diríamos en el barrio “le mete la traba” cual niño jugando a las carreras intentando sacar una infantil ventaja y en consecuencia ve la pelota en sus pies, radiante como el sol que sofoca la cancha, y es feliz por esos segundos, la catarsis, ese desahogo de las penas empieza a subir por todo su cuerpo, se siente lleno, los músculos de la cara se dilatan en forma sonriente, recuerda todo esa congoja previa y hasta se anima a esbozar una risita, puede ver entre tanto clima desfavorable que la vida si tiene sentido, esa que lo puso bajo ese calor radiante a derramar hasta la última gota de sudor.

Pero en un santiamén toda esa estructura emotiva se derrumba, el pitido mortal suena, el colegiado señala el sector donde está la pelota y casi instintivamente se la quita de los pies a nuestro jugador que sufre cambio de ánimo drástico, sus ojos se enrojecen y estallan en llanto, uno extremadamente profundo que hacen sucumbir su humanidad en el césped donde se tapa la cara y deja caer cataratas de lagrimas que riegan los cimientos de la verde explanada.

El árbitro con la cartulina amarilla se le acerca lentamente y con un fuerte movimiento de brazo la alza en el cielo para dar a relucir el error en el que el jugador había caído. Este se levanta y continua con su llanto desgarrador, ya con los lagrimales hinchados, le dice “Discúlpeme juez, se que fue una imprudencia pero yo no quise… le prometo que no lo volveré a hacer” y es ahí que sucede el acto de caballerosidad y amor fraternal imprevisto, con una sonrisa, aquel verdugo que levanto la tarjeta, le contesta: “tranquilo, no seas zonzo, nos pasa a todos, todos tenemos nuestros días malos y nos podemos equivocar, no te pongas mal, vení y dame un abrazo” y se produce ese apretón casi de padre a hijo. Y la hinchada, esa formada por hombre duros, hechos y derechos, esos hombres que solo lloran una vez en la vida no pueden contenerse, todos unidos en la misma emoción que es trasmitida por los protagonistas se abrazan, lagrimean, se dicen cuando se quieren y comienzan a entonar, tanto las parcialidades del equipo local como del visitante, el himno a la alegría con todo el ritmo de los bombos y redoblantes.

¡Cuánta emoción señores!, ¡que ganas de llorar!, brindo por ustedes, mis lagrimas son por el amor que me producen, por eso es que me beso la camiseta y golpeo el pecho, por esto es que muero en el hormigón a cincuenta grados o con un frio polar todo los fines de semana, no entienden cuanto los quiero.